miércoles, 15 de junio de 2011

Cuero, charol y caucho enfurecidos

Por megafonía. A la hora de siempre y con la misma voz paciente y amable que anuncia el final de otro día plagado de manoseos, pies sin calcetines, devoluciones precipitadas He tenido la mala suerte de ser el de prueba, el que siempre tiene que estar expuesto ante la mirada de todos. Podría decirse que el otro ha nacido del lado contrario y que, por ello, le ha tocado estar siempre a la sombra. Sin cierres apresurados, sin golpes ni vacilaciones eternas que al final te dejan siempre en el mismo sitio. Siempre ha sido así. Desde que me adjudicaron mi sitio en el expositor hasta ahora, hasta este momento en el que me vuelvo a preguntar qué tienen los otros que no tenga yo. ¿Resistencia? Mis suelas de caucho aguantarían suelos escarpados sin rasgarse lo más mínimo. ¿Originalidad? He tenido la suerte de nacer de unas manos expertas y no de una cadena de montaje fría e impersonal Y, aún así, me está costando colocarme. 
A medida que se va acercando la hora del cierre, confío en que llegará alguien con prisas, con un evento al día siguiente para el que no tiene calzado y sin tiempo para probarme. Me agarrará precipitadamente y, casi sin mirar el precio, saldrá conmigo por la puerta. Mi sueño se trunca cuando llego a su armario y me veo rodeado de un montón de cuero, charol y caucho enfurecidos. La llegada del nuevo, que para encima, sale mañana de estreno, desplazará seguramente a más de uno de la primera fila.  Es entonces cuando comienzan a volar hebillas, tachuelas y puntas. No me queda más remedio que aporrear desesperadamente la puerta hasta que ella llega y, al verme, desgarrado y hecho trozos, me lleva directamente a la basura. No se pregunta si quiera por el motivo. No le importa porque mañana volverá a por otro par. Y por la mañana se calzará los más nuevos que ya tenía en su armario. Seguramente, los que me vapulearon con más rabia y empeño.
Ese día, la última media hora fue peor que cualquier otro. Mayo es época de comuniones y eventos varios. Si normalmente, la gente no respeta el orden inicial de las cosas, cuando hay una voz que les anuncia el final del horario comercial menos aún. Si lo habitual es que te dejen donde mejor les cuadre, ese día aquella mujer se esmeró al máximo oiga. ¿No va y me deja en el paragüero de la entrada?  Cuántas veces habré llegado a una casa nueva para enfrentarme al gesto desagradecido de un adolescente inconformista que no me quiere ni probar.
Por fortuna, ese día no hubo ni pies sudorosos, ni prisas descuidadas. Ese día permanecí hasta el último momento en mi sitio. Tranquilo, quieto. Por delante de mi volaba la encargada, apresurada y alentando al equipo a que recogiese el escaparate que al día siguiente tenía que lucir diferente. Del otro lado del expositor, un hombre con su mujer. Ella, indecisa ante un par de charol y otro con hebilla. Él, impaciente, le dice que es la cuarta tienda en la que están en menos de una hora. Ella le responde que, si se cansa tan pronto, mejor se hubiera quedado en casa, como de costumbre. Él respira aliviado cuando una de las empleadas de la tienda le recuerda que están cerrando y que, si lo desea, puede pasar ya por caja. Ella vacila una vez más y finalmente se decide por los de hebilla mientras explica en voz alta (a su marido no, porque ya espera en la puerta con la chaqueta puesta) que prefiere estos porque ya se le ha pasado la edad de calzar zapatos de charol. Al dirigirse a pagar se cruza con un chico que me sostiene con vacilación mientras le pregunta cuál es el número habitual para una chica de veintiún años. La cuestión es que está mirando un regalo para su novia y anda un poco perdido. La mujer, ignorando el gesto de circunstancia del hombre que le espera en la puerta, le comenta que no hay un número estándar para cada edad. Que mejor piense es la estatura de la chica y en base a eso podrá sacar un número aproximado. Y si no, hijo, lo cambias y ya está, que no es tan complicado. El chico parece molesto y le da las gracias con prisa sin coger ninguno. Comenta entre dientes que mejor le compra el foulard. Yo, al final, me quedo donde estaba. La verdad es que mejor.

Visitas nocturnas


La bufanda, colocada de cualquier manera apresurada e inconsciente sobre la silla, llegaba hasta el suelo, ayudando a que al día siguiente hubiera menos que barrer. Sin embargo, en la oscuridad de la noche, mis sentidos se nublaron y creyeron ver, ahí donde sólo había un montón de lana entrelazada con técnica y esmero, una amenazante boa deslizándose hacia mí. En estos casos, una vez hemos apagado la luz y aparcado las zapatillas a los pies de la cama, nada es lo que parece. Ese día, los colores de aquel reptil acechante se hicieron casi imperceptibles. Claro que, escondida bajo las mantas, lo normal es ponerse siempre en lo peor. Y más, si como ese día, recibes una visita inesperada. La mía llegó sobre la una de la madrugada. Un hombre corpulento y sin mala intención, al menos a simple vista, decidió, en medio de la noche, sentarse en mi salón y ponerse a ojear el periódico del día anterior. Se colocó de espaldas a mí y traté de adivinarle el rostro, pero me tuve que conformar con escuchar su respiración, pausada y profunda, a través del resquicio de la puerta que siempre dejo abierto. Intuí, por el sonido de las hojas, movidas por corrientes de aire, que aquel hombre acababa de terminar la sección de nacional y se disponía a saltar a los pasatiempos. Pero me tuve que quedar con la duda. En ese momento, aquella amenaza de espaldas anchas y respiración acompasada se desvaneció en el suelo hasta quedar convertido en una masa informe en la que sólo pude distinguir, ya al encender la luz, una manga y un par de botones. Volví a dar al interruptor y a dejar pasar el tiempo hasta la hora de enchufar la cafetera. Normalmente, la gente sabe cuál es ese momento gracias al sonido estridente que hacen cesar a base de manotazos imprecisos. A mí me despertó una bola de pelo negro dando botes encima de la cama. Las persianas estaban cerradas hasta la última rendija, las puertas no dejaban pasar un ápice de luz. Pero, como siempre a la misma hora, ella me dijo que ya era hora de encender la luz. Que ya estaba harta de ir a tientas. Antes de cumplir sus órdenes, al bajar un pie de la cama, me pinché con algo que creí una chincheta inoportuna. Me equivoqué. Un colmillo de gato, afilado y minúsculo, me volvió a recordar que ya era hora de dejar de vivir en la oscuridad.

Ensayo de un comienzo

Desde hace tiempo, aspiro a ser capaz de escribir más de tres páginas seguidas. Aspiro a crear unos personajes coherentes que adquieran fuerza y personalidad en la mente de ese hipotético lector. Todo, tras haber convivido con los personajes de esas historias que siempre me han animado a escribir. Después de leer otro brillante relato inédito que alguien te recomienda para que luego tú hagas lo propio, dando comienzo así a una cadena que nada tiene que ver con el éxito efímero de los best seller. Siempre con papel a mano para que ninguna idea, por difusa que sea, se escape y no regrese para quedar reflejada en un papel, para entrar a formar parte de una pieza con un comienzo, con una trama, con una mínima fuerza para que alguien pueda decir, “vaya, que corto se me ha hecho este ratito”.  Bueno, pues entre tantas idas y venidas, entre tantas ideas que parecen querer florecer y que al final se quedan en nada, entre tantas hojas garabateadas... Entre todo esto, no había caído en que muchas veces esos personajes que buscamos están ahí.  En la televisión, en las portadas de los periódicos, en la calle... Muchas veces, hasta no tendríamos que devanarnos los sesos para conseguir una trama en la que haya dos bandosenfrentados, los amarillos contra los blancos. Los del este contra los del oeste. Unos pocos contra otros pocos, o muchos, quién sabe. Unos cuantos seres enfurecidos contra otros a los que ansían quemar en la hoguera porque les resultan “incómodos”. Y que bien podrían convertirse en protagonistas de un cuento de batallas y venganzas. De puñaladas y envidias. De intereses y manipulación. ¿Puede un grupo de poder ejercer tanto poder sobre un colectivo como para imponerle determinado punto de vista? Esta es una de las cuestiones sobre las que me gustaría reflexionar aquí, en este espacio que, por ahora, no es más que una explanada en blanco. En nuestra mano está, en la de los ciudadanos responsables, el no caer en el burdo juego de las descalificaciones y las alienaciones baratas. Debemos informarnos desde la honestidad y la objetividad y, si flaqueamos, por favor, apaguemos la televisión.