miércoles, 15 de junio de 2011

Visitas nocturnas


La bufanda, colocada de cualquier manera apresurada e inconsciente sobre la silla, llegaba hasta el suelo, ayudando a que al día siguiente hubiera menos que barrer. Sin embargo, en la oscuridad de la noche, mis sentidos se nublaron y creyeron ver, ahí donde sólo había un montón de lana entrelazada con técnica y esmero, una amenazante boa deslizándose hacia mí. En estos casos, una vez hemos apagado la luz y aparcado las zapatillas a los pies de la cama, nada es lo que parece. Ese día, los colores de aquel reptil acechante se hicieron casi imperceptibles. Claro que, escondida bajo las mantas, lo normal es ponerse siempre en lo peor. Y más, si como ese día, recibes una visita inesperada. La mía llegó sobre la una de la madrugada. Un hombre corpulento y sin mala intención, al menos a simple vista, decidió, en medio de la noche, sentarse en mi salón y ponerse a ojear el periódico del día anterior. Se colocó de espaldas a mí y traté de adivinarle el rostro, pero me tuve que conformar con escuchar su respiración, pausada y profunda, a través del resquicio de la puerta que siempre dejo abierto. Intuí, por el sonido de las hojas, movidas por corrientes de aire, que aquel hombre acababa de terminar la sección de nacional y se disponía a saltar a los pasatiempos. Pero me tuve que quedar con la duda. En ese momento, aquella amenaza de espaldas anchas y respiración acompasada se desvaneció en el suelo hasta quedar convertido en una masa informe en la que sólo pude distinguir, ya al encender la luz, una manga y un par de botones. Volví a dar al interruptor y a dejar pasar el tiempo hasta la hora de enchufar la cafetera. Normalmente, la gente sabe cuál es ese momento gracias al sonido estridente que hacen cesar a base de manotazos imprecisos. A mí me despertó una bola de pelo negro dando botes encima de la cama. Las persianas estaban cerradas hasta la última rendija, las puertas no dejaban pasar un ápice de luz. Pero, como siempre a la misma hora, ella me dijo que ya era hora de encender la luz. Que ya estaba harta de ir a tientas. Antes de cumplir sus órdenes, al bajar un pie de la cama, me pinché con algo que creí una chincheta inoportuna. Me equivoqué. Un colmillo de gato, afilado y minúsculo, me volvió a recordar que ya era hora de dejar de vivir en la oscuridad.

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