martes, 20 de marzo de 2012

Solidaridad y educación para el desarrollo




‘’No es la esperanza de la salvación por la intervención divina. Es una esperanza activa, la esperanza de que podemos cambiar las cosas, es un grito de rechazo activo, un grito que apunta al hacer’’

 Cambiar el mundo sin tomar el poder
  John Holloway  (sociólogo y filósofo)


Detenida en un semáforo y mirando hacia arriba me pregunté si aquello serían pájaros o hojas volando. El cambio de rojo a verde  y la prisa de los que venían detrás me obligó a seguir adelante y quedarme con la duda. Pero me hizo pararme a pensar en lo que ahora ocupa mi tiempo y en las ideas que rebotan en mi cabeza y que espero poder plasmar en estas líneas.
            A día de hoy, son muchas las personas que dedican parte de su tiempo a participar en actividades de tipo social. Que invierten sus ratos de ocio en colaborar con organizaciones que trabajan con las que conocernos como personas en riesgo de exclusión social. Un término que, por sí solo, sería objeto de un extenso análisis y que surge como consecuencia del sistema inequitativo e injusto en el que nos movemos. Hoy día, entendemos la solidaridad como un mecanismo de ayuda al débil, un instrumento para hacer la vida de quienes más sufren menos penosa. Pero no nos paramos a pensar en por qué viven así. Qué circunstancias llevan a muchos a vivir en la calle, a comer en cocinas económicas o a ver como los bancos se llevan su único techo cuando no pueden pagar una hipoteca firmada en términos abusivos. Hablamos de ‘’desarrollo’’ sin ser conscientes de la enorme carga ideológica de la palabra. Fue tras caída del muro de Berlín en 1989 cuando empezaron a caer poco a poco las utopías y a acuñarse términos para explicar la realidad social. Términos como ‘’países pobres’’, ‘’países de vías de desarrollo’’, ‘’dependencia’’ o ‘’autonomía’’. El quid de cuestión quizá esté en el prisma desde el que miremos el concepto de desarrollo. En episodios como el huracán Mitch, que asoló Centroamérica en 1998, o con campañas como las del Domund vemos el modelo asistencialista en toda su plenitud. La idea de que los ‘’pobres’’ necesitan cubrir primero sus necesidades elementales para después ir más arriba en la pirámide. Sobre la base de este concepto y, de unos años a esta parte, las grandes multinacionales han irrumpido como agentes de solidaridad. Entablan vínculos de colaboración con ONG’s en momento puntuales de necesidad derivados de crisis humanitarias o de catástrofes naturales. Nos vuelven a recordar que la dicotomía norte-sur no es geográfica, sino ideológica. En este contexto, los ejércitos ven más reforzado su papel como elementos pacificadores. Olvidando quizás que ningún ejército trabaja por la paz y pasando por encima del debate aún pendiente sobre la necesidad de que los países cuenten con unas fuerzas armadas profesionales. La fiesta nacional del 12 de octubre o el Día de la Mujer Trabajadora sirven como fechas clave para revalorizar el papel de nuestros soldados en los países en conflicto. Se les ensalza y se les condecora cuando fallecen en acto de servicio (algo que no se verá cuestionado en estas líneas porque parto del respeto asumiendo el riesgo que corren). Pero no se nos anima a pensar como ciudadanos, a reflexionar como agentes críticos sobre las razones que les han llevado a Haití, a Afganistán o a Líbano. Quizá porque si incidimos ahí se desmontaría todo el ideario sobre el que se sustenta nuestro sistema. De alguna forma, vemos frenada la pretensión de luchar contra el actual modelo social, capitalista, individualista y consumista, apoyando nuevos procesos de socialización, de economía y de consumo. El modelo desarrollista que empezó a gestarse en la década de los ‘70 partía de la idea de que el desarrollo iba aparejado fundamentalmente al crecimiento económico. Insistía en generar pena y compasión por una determinada situación, consecuencia de algo que no nos planteábamos cambiar. Sin promover, por lo tanto, un cambio de conducta y partiendo de la base de que el Estado debía garantizar que hubiese libre mercado.  Más allá de este modelo desarrollista, el de la dependencia nos habla de la dicotomía centro-periferia. Por eso, más allá de estos dos modelos, la educación para el desarrollo propone pasar de la descripción de situaciones de pobreza al análisis sobre las causas y consecuencias.

En este contexto de solidaridad anclada en nuestro modelo de desarrollo neoliberal destacan, por ejemplo, los dueños de los grandes imperios empresariales y multinacionales que dedican parte de sus ingentes fortunas a actividades de tipo social. Para que comprar un ordenador o tener la hipoteca en determinado banco haga más light el consumo y se mimetice con nuestro modelo de desarrollo. Un ejemplo: Repsol y su presencia en Colombia. La mayoría de sus operaciones se han llevado a cabo en el departamento de Arauca. Después de más de veinte años de explotación de los recursos naturales, la zona ha sido testigo de las consecuencias que la presencia de la petrolera española ha tenido sobre el medio ambiente, los pueblos indígenas y los derechos humanos. De hecho, en estas dos décadas han ido apareciendo preocupantes coincidencias entre la entrada de la empresa y la aparición de grupos paramilitares en territorios indígenas, cuyos habitantes finalmente se ven forzados a abandonar sus tierras. Sin embargo,  parece que quieren instalar una cortina de humo y, a veces, cuando íbamos a una gasolinera de Repsol, nos encontrábamos con un cartel en el que rezaba que el 0’7% de lo que pagábamos por la gasolina iba a parar a proyectos de cooperación al desarrollo. ¿Doble moral o contradicción inevitable a tenor del sistema en el que nos movemos? ¿Puede existir en el mundo de las organizaciones no gubernamentales cierto grado de autocensura, miedo a denunciar de forma abierta determinadas situaciones? ¿Por qué ACNUR llegó a sortear un viaje a un campo de refugiados de Guinea Bissau entre sus nuevos socios? ¿Por qué la agencia de la ONU para los refugiados se prestó a convertir la miseria humana en espectáculo, a transformarlo en escaparate en un viaje exprés de un fin de semana? A poco que busquemos, podemos encontrar más ejemplos de la importancia de coordinar fin y medios de una forma coherente y responsable. En 2004, Barcelona acogió el Fórum Universal de las Culturas. Lo que pretendía ser un foco de intercambio cultural se vio acompañado por redadas nocturnas en la ciudad condal para “quitar del medio” a los inmigrantes que dormían en calle. De puertas para dentro, demostraciones de danzas tribales y gastronomías exóticas. Fuera de este universo creado para los meses de verano, una realidad opuesta y contradictoria. Dentro además, bastantes empresas patrocinadoras con intereses económicos en la industria armamentística y prácticas de dudosa legitimidad y más que cuestionable ética. La interculturalidad hecha espectáculo.
            Otro concepto que entraría aquí en juego es el de educación para el desarrollo, algo que debería ir desde lo personal a lo global. Es decir, muchas veces, para ser solidarios no hace falta mirar mucho más allá de la calle de enfrente. A priori, podemos analizar nuestra concepción de mundo, las relaciones sociales y, a partir de ahí, plantearnos cómo podemos contribuir no a hacerlo justo, sino un poco menos inequitativo. Creo que coincidimos en que la idea de que la solidaridad es algo más que aportaciones económicas ya está asumida. Donde quizá pueda haber discrepancias es en la forma de articular esta solidaridad. Eduardo Galeano, escritor y periodista uruguayo, dice que ‘’la utopía está en el horizonte’’  y que ‘’sirve para caminar”.  Seguramente Galeano propone caminar hacia un desarrollo humano y sostenible para huir del que hoy nos domina. Una concepción que sitúa al ser humano en el centro y que propugna la importancia de la sensibilización en el llamado primer mundo hacia lo que ocurre en el sur. No un sur geográfico, sino un sur sociológico. Hoy en día, cooperación y educación para el desarrollo se funden para superar una concepción obsoleta que partía de relaciones asimétricas y paternalistas. Del “yo te voy a ayudar porque tú no sabes” o del clásico de “no le des el pez, enséñale a pescar’’. Muchas veces miramos hacia abajo sin ser conscientes de que compartimos inquietudes y que, en muchos casos, las pequeñas experiencias se hacen importantes porque nutren a otras. 

miércoles, 8 de febrero de 2012

Suelos resbaladizos


De nuevo, calibró mal el movimiento y la taza rebotó en el suelo antes de romperse en mil pedazos. Debe de ser la persona con peor suerte del mundo en los quehaceres cotidianos. Un hormigueo casi constante en las manos que hace que, ante el más mínimo sobresalto, lo que porten en ese momento acabe inexorablemente en el suelo. Unos lo llaman falta de atención, otros, simplemente mala suerte. Ese día el objeto fue un montón de loza de poco valor, la cosa no había sido tan desastrosa. A partir de ese momento, sentada sobre la encimera de la cocina, se preguntó sobre si misma. Sobre sus virtudes y defectos. Sobre lo que aparcar definitivamente y lo que recuperar de algún esquivo rincón de su memoria. Retener lo bueno y romper lo malo como esa maldita taza traicionera. Esa iba a ser su filosofía de vida desde ese momento.

En primer lugar, tenemos a una chica con un  pelo que no atiende a razones. Como un animal salvaje que, por mucho que lo mime y lo intente domar, nunca doblegará su alma y le hará caso. De altura, pues lo justo para llegar al último estante de la cocina (y romper otra pieza de la vajilla, claro está). Por fuera, poco más se ve. Básicamente lo mismo que todo el mundo, con la salvedad de unos dedos que parecen recién untados con alguna suerte de loción de vinagre, decapante y ortigas. Claro que también pueden ser una señal de otra marca de fábrica. Si una persona con la que tiene trato diario aparece una mañana con el gesto cambiando lo primero que se le vendrá a la cabeza es que ha hecho, dicho u omitido algo que le ha molestado. No piensa primero en causas ajenas, no. El origen de ese malestar es ella. Y, realmente esto es un problema. Claro que, a veces, su olfato acierta y tiene que pedir disculpas. Como disculpas ha tenido que pedir por no ser capaz de dejar un animal moribundo en la calle. Hay algo, ya sean sus gritos, sus ojos suplicantes o alguna extraña voz interior que le empuja a actuar. Una mochila, una caja de cartón, cualquier cosa sirve para llevar a un nuevo amigo. Así que en algunas otras cosas (que podrían ser más) si visualiza algo que se puede conseguir lo intenta. Claro que a veces ni siquiera se sitúo en la línea de salida. No comienza la carrera. Pero eso depende del día, de la época del año, de la voz interior que en ese momento habite su mente. Puede ser en cuestión de horas. No habla de saltar de negro a blanco, pero sí de moverse a lo largo y ancho de una amplia gama de grises en muy poco tiempo. Lo bueno es que casi siempre acaba por encontrar el tono definitivo. Esto del humor es complicado, sube y baja caprichoso y no siempre se le recibe con las puertas abiertas. ¿Cuántas veces se habrá precipitado en hacer algún comentario que luego le rebota en la cara como una broma pesada y desafortunada? Seguramente tantas como objetos han dejado de ser útiles tras pasar por sus manos. Puede parecer una exageración pero, al igual que muchas veces cometemos un error tras otro sin darnos tiempo a rectificar, ella ha sido capaz de dejar sin comida y sin platos a tres hambrientos comensales. Por algo será eso de que las desgracias nunca vienen solas. Lo bueno es que muchas veces de quien vienen acompañadas es de una virtud. Y como no todo van a ser lamentaciones, también tiene que añadir que en pocas situaciones ha llegado al fondo de ese vaso de agua que siempre amenaza con ahogarnos. Suele saber echar mano del flotador a tiempo, aunque a veces se lo hayan tenido que lanzar desde la orilla. Pero la cuestión es que lo ha cogido y, en esas ocasiones, ha vuelto a donde siempre había debido estar. Puede que poco después, alguna extraña corriente marina le intente arrastrar a una de esas espirales que sabe de antemano que la engullirán sin piedad. Pero siempre intenta tener un salvavidas a mano. Aunque, con la mala suerte que tiene, seguro que lo pincha antes de poder alcanzar la orilla.

martes, 13 de diciembre de 2011

La suerte

Al abrir el cajón y volver a sentir ese maldito olor golpeándole en la cara tomó la que sabía que era la decisión definitiva. Un nuevo punto de partida, un momento histórico en el que poner el contador de días, meses y años a cero. Le inspiró aquella foto borrosa y mal enfocada. Un escarabajo de colores metálicos aplastado en medio de la carretera. No se distinguía muy bien de qué se trataba, pero le obligó a pararse y reflexionar acerca de la memoria. Lo más probable es que aquel pobre insecto hubiera pasado ya más veces por la misma tesitura. La de estar a punto de morir debajo de un montón de caucho sin piedad sobre el que se erigen dos toneladas de materia insensible y preocupada no por llegar antes, sino por llegar ya a su destino. Pero ese momento de lucidez quedaría eclipsado la próxima vez que viese acercarse al camión. Esa vez no sería capaz de moverse. Se le habían borrado de la memoria las últimas veces es las que estuvo a punto de morir debajo de una rueda. Se le había olvidado que no inmutarse tendría como resultado su propia muerte. Esa asociación entre vida y muerte del escarabajo se la había creado ella en su mente. Obviamente, no podría saber lo que había pasado por la mente del insecto. Ni siquiera sabía si tenía la capacidad de pensar o de usar algún tipo de raciocinio. Este símil entre la vida y muerte del escarabajo y la suya propia le hicieron tomar la decisión definitiva. Ella no quería morir, eso era obvio. Lo que quería era borrar de su memoria lo mismo que el escarabajo. El pasado. Al insecto le había llevado a la muerte. A ella le había llevado a poder volver a vivir de verdad. A ser ella misma y a preocuparse por lo realmente importante. Ya no dejaría en el aire cosas que tendría que decidir ella misma. Desde hoy nada quedará en manos del azar. La suerte no es una opción. 

miércoles, 15 de junio de 2011

Cuero, charol y caucho enfurecidos

Por megafonía. A la hora de siempre y con la misma voz paciente y amable que anuncia el final de otro día plagado de manoseos, pies sin calcetines, devoluciones precipitadas He tenido la mala suerte de ser el de prueba, el que siempre tiene que estar expuesto ante la mirada de todos. Podría decirse que el otro ha nacido del lado contrario y que, por ello, le ha tocado estar siempre a la sombra. Sin cierres apresurados, sin golpes ni vacilaciones eternas que al final te dejan siempre en el mismo sitio. Siempre ha sido así. Desde que me adjudicaron mi sitio en el expositor hasta ahora, hasta este momento en el que me vuelvo a preguntar qué tienen los otros que no tenga yo. ¿Resistencia? Mis suelas de caucho aguantarían suelos escarpados sin rasgarse lo más mínimo. ¿Originalidad? He tenido la suerte de nacer de unas manos expertas y no de una cadena de montaje fría e impersonal Y, aún así, me está costando colocarme. 
A medida que se va acercando la hora del cierre, confío en que llegará alguien con prisas, con un evento al día siguiente para el que no tiene calzado y sin tiempo para probarme. Me agarrará precipitadamente y, casi sin mirar el precio, saldrá conmigo por la puerta. Mi sueño se trunca cuando llego a su armario y me veo rodeado de un montón de cuero, charol y caucho enfurecidos. La llegada del nuevo, que para encima, sale mañana de estreno, desplazará seguramente a más de uno de la primera fila.  Es entonces cuando comienzan a volar hebillas, tachuelas y puntas. No me queda más remedio que aporrear desesperadamente la puerta hasta que ella llega y, al verme, desgarrado y hecho trozos, me lleva directamente a la basura. No se pregunta si quiera por el motivo. No le importa porque mañana volverá a por otro par. Y por la mañana se calzará los más nuevos que ya tenía en su armario. Seguramente, los que me vapulearon con más rabia y empeño.
Ese día, la última media hora fue peor que cualquier otro. Mayo es época de comuniones y eventos varios. Si normalmente, la gente no respeta el orden inicial de las cosas, cuando hay una voz que les anuncia el final del horario comercial menos aún. Si lo habitual es que te dejen donde mejor les cuadre, ese día aquella mujer se esmeró al máximo oiga. ¿No va y me deja en el paragüero de la entrada?  Cuántas veces habré llegado a una casa nueva para enfrentarme al gesto desagradecido de un adolescente inconformista que no me quiere ni probar.
Por fortuna, ese día no hubo ni pies sudorosos, ni prisas descuidadas. Ese día permanecí hasta el último momento en mi sitio. Tranquilo, quieto. Por delante de mi volaba la encargada, apresurada y alentando al equipo a que recogiese el escaparate que al día siguiente tenía que lucir diferente. Del otro lado del expositor, un hombre con su mujer. Ella, indecisa ante un par de charol y otro con hebilla. Él, impaciente, le dice que es la cuarta tienda en la que están en menos de una hora. Ella le responde que, si se cansa tan pronto, mejor se hubiera quedado en casa, como de costumbre. Él respira aliviado cuando una de las empleadas de la tienda le recuerda que están cerrando y que, si lo desea, puede pasar ya por caja. Ella vacila una vez más y finalmente se decide por los de hebilla mientras explica en voz alta (a su marido no, porque ya espera en la puerta con la chaqueta puesta) que prefiere estos porque ya se le ha pasado la edad de calzar zapatos de charol. Al dirigirse a pagar se cruza con un chico que me sostiene con vacilación mientras le pregunta cuál es el número habitual para una chica de veintiún años. La cuestión es que está mirando un regalo para su novia y anda un poco perdido. La mujer, ignorando el gesto de circunstancia del hombre que le espera en la puerta, le comenta que no hay un número estándar para cada edad. Que mejor piense es la estatura de la chica y en base a eso podrá sacar un número aproximado. Y si no, hijo, lo cambias y ya está, que no es tan complicado. El chico parece molesto y le da las gracias con prisa sin coger ninguno. Comenta entre dientes que mejor le compra el foulard. Yo, al final, me quedo donde estaba. La verdad es que mejor.

Visitas nocturnas


La bufanda, colocada de cualquier manera apresurada e inconsciente sobre la silla, llegaba hasta el suelo, ayudando a que al día siguiente hubiera menos que barrer. Sin embargo, en la oscuridad de la noche, mis sentidos se nublaron y creyeron ver, ahí donde sólo había un montón de lana entrelazada con técnica y esmero, una amenazante boa deslizándose hacia mí. En estos casos, una vez hemos apagado la luz y aparcado las zapatillas a los pies de la cama, nada es lo que parece. Ese día, los colores de aquel reptil acechante se hicieron casi imperceptibles. Claro que, escondida bajo las mantas, lo normal es ponerse siempre en lo peor. Y más, si como ese día, recibes una visita inesperada. La mía llegó sobre la una de la madrugada. Un hombre corpulento y sin mala intención, al menos a simple vista, decidió, en medio de la noche, sentarse en mi salón y ponerse a ojear el periódico del día anterior. Se colocó de espaldas a mí y traté de adivinarle el rostro, pero me tuve que conformar con escuchar su respiración, pausada y profunda, a través del resquicio de la puerta que siempre dejo abierto. Intuí, por el sonido de las hojas, movidas por corrientes de aire, que aquel hombre acababa de terminar la sección de nacional y se disponía a saltar a los pasatiempos. Pero me tuve que quedar con la duda. En ese momento, aquella amenaza de espaldas anchas y respiración acompasada se desvaneció en el suelo hasta quedar convertido en una masa informe en la que sólo pude distinguir, ya al encender la luz, una manga y un par de botones. Volví a dar al interruptor y a dejar pasar el tiempo hasta la hora de enchufar la cafetera. Normalmente, la gente sabe cuál es ese momento gracias al sonido estridente que hacen cesar a base de manotazos imprecisos. A mí me despertó una bola de pelo negro dando botes encima de la cama. Las persianas estaban cerradas hasta la última rendija, las puertas no dejaban pasar un ápice de luz. Pero, como siempre a la misma hora, ella me dijo que ya era hora de encender la luz. Que ya estaba harta de ir a tientas. Antes de cumplir sus órdenes, al bajar un pie de la cama, me pinché con algo que creí una chincheta inoportuna. Me equivoqué. Un colmillo de gato, afilado y minúsculo, me volvió a recordar que ya era hora de dejar de vivir en la oscuridad.

Ensayo de un comienzo

Desde hace tiempo, aspiro a ser capaz de escribir más de tres páginas seguidas. Aspiro a crear unos personajes coherentes que adquieran fuerza y personalidad en la mente de ese hipotético lector. Todo, tras haber convivido con los personajes de esas historias que siempre me han animado a escribir. Después de leer otro brillante relato inédito que alguien te recomienda para que luego tú hagas lo propio, dando comienzo así a una cadena que nada tiene que ver con el éxito efímero de los best seller. Siempre con papel a mano para que ninguna idea, por difusa que sea, se escape y no regrese para quedar reflejada en un papel, para entrar a formar parte de una pieza con un comienzo, con una trama, con una mínima fuerza para que alguien pueda decir, “vaya, que corto se me ha hecho este ratito”.  Bueno, pues entre tantas idas y venidas, entre tantas ideas que parecen querer florecer y que al final se quedan en nada, entre tantas hojas garabateadas... Entre todo esto, no había caído en que muchas veces esos personajes que buscamos están ahí.  En la televisión, en las portadas de los periódicos, en la calle... Muchas veces, hasta no tendríamos que devanarnos los sesos para conseguir una trama en la que haya dos bandosenfrentados, los amarillos contra los blancos. Los del este contra los del oeste. Unos pocos contra otros pocos, o muchos, quién sabe. Unos cuantos seres enfurecidos contra otros a los que ansían quemar en la hoguera porque les resultan “incómodos”. Y que bien podrían convertirse en protagonistas de un cuento de batallas y venganzas. De puñaladas y envidias. De intereses y manipulación. ¿Puede un grupo de poder ejercer tanto poder sobre un colectivo como para imponerle determinado punto de vista? Esta es una de las cuestiones sobre las que me gustaría reflexionar aquí, en este espacio que, por ahora, no es más que una explanada en blanco. En nuestra mano está, en la de los ciudadanos responsables, el no caer en el burdo juego de las descalificaciones y las alienaciones baratas. Debemos informarnos desde la honestidad y la objetividad y, si flaqueamos, por favor, apaguemos la televisión.